
la montaña
No sé si alguna vez he contado que cuando era pequeña, a través de la ventana de la habitación de mis padres, podías ver una montaña en forma de corazón. Recuerdo mirarla fascinada. A veces me quedaba absorta en pensamientos y con el dedo índice repasaba lentamente su forma, tan bella, o eso me lo parecía a mi. Siempre me preguntaba donde acababan los lados e imaginaba que bajo la tierra ese corazón se cerraba perfectamente. Ya sabemos que cuando somos pequeños solemos adornar un poquito lo que miramos, o quizás no, y el problema ocurre cuando somos adultos y nos hemos desprendido de esa forma tierna, asombrosa e incluso poética de ver las cosas. Pero ese corazón me acompañó durante muchos años y casi siempre lo observaba detenidamente en busca de respuestas.
Os cuento esto porque desde mi taller, de frente, puedo ver el lado derecho de ese corazón. Lo tengo más cerquita, me acompaña mientras trabajo. Pero mi mirada es otra. No me asombra, incluso olvido que en realidad es el mismo que tantas veces me quedaba mirando de pequeña.
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Hace como dos meses, mientras conduzco, siento flashes, recuerdos vívidos de situaciones que necesito plasmar en un papel. No es algo nuevo en mí, pero si que recibo esa especie de mensaje casi diariamente que me impulsa y creo que fue la causa de comenzar esta nueva cuenta independientemente de mi proyecto artesanal para volcar en ella esto que también soy, incluso podría decir que casi todo lo que soy, pues la escritura ha sido esa fiel amiga que ha ido acompañándome desde la complicada etapa de la adolescencia. Me ayudó a poner palabras a los sentimientos por los que pasamos, me ayudó a integrar mi esencia.
He aquí, haciendo lo que esa voz interior me estaba susurrando hace unos meses con verdadera insistencia...
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Ver el corazón desde esa habitación, no es casualidad. Ahora lo sé. Que lo mirase desde allí, me refiero, desde esas cuatro paredes tan escasas de amor. Pues por aquél entonces las desavenencias entre mis padres eran más que evidentes. En realidad esa montaña me estaba hablando todo el rato. Pues siempre se trató del amor que me tenía que dar a mí. Y como un plan perfecto, la vida, en mi etapa adulta, me guió y situó mi hogar (y mi espacio de trabajo) frente a esa montaña para ver si así lo comprendía. Y es que ese amor que he intentado llenar encajándolo en los huecos de otros, únicamente me pertenecía a mí. Nunca tuvo que ser de otro pues cada vez que lo he hacía más me alejaba del mío propio.
Ahora lo miro con otros ojos. Como si a medida que escribo este texto pudiera comprender con total certeza el significado de ello y al brotar las palabras, mi interior me hubiera descubierto ese gran secreto que siempre me he negado a contar.
Del lado derecho de la montaña brotan árboles, en su mayoría pinos, colores verdes, amarillos y en su centro, se sitúa una casa perfectamente encajada.
Y dentro de esa casa, en una habitación,
puedo sentir que se encuentra la niña que habita en mí.
Como si de golpe la verdad me azotase el interior y al fin pudiera ver lo que siempre estuvo allí.
La saludo con lágrimas en los ojos.
Ella me sonríe a la vez que me da las gracias.
Y puedo escuchar como me susurra: "siempre he estado aquí,
amándote.
Confía"

mi montaña en forma de corazón.